El Limonero del Señor


Por la esquina de Miracielos,
en sus Miércoles de dolor,
el Nazareno de San Pablo
pasaba siempre en procesión. 
Y llegó el año de la peste;
moría el pueblo bajo el sol;
con su cortejo de enlutados
pasaba al trote algún doctor
y en un hartazgo dilataba
su puerta «Los Hijos de Dios». 
La Terapéutica era inútil;
andaba el Viático al vapor,
y por exceso de trabajo
se abreviaba la absolución. 
Y pasó el Domingo de Ramos
y fue el Miércoles del Dolor
cuando, apestada y sollozante,
la muchedumbre en oración,
desde el claustro de San Felipe
hasta San Pablo, se agolpó. 
Un aguacero de plegarias
asordó la Puerta Mayor
y el Nazareno de San Pablo
salió otra vez en procesión.
En el azul del empedrado
regaba flores el fervor;
banderolas en las paredes,
candilejas en el balcón,
el canelón y el miriñaque
el garrasí y el quitasol;
un predominio de morado
de incienso y de genuflexión. 
—¡Oh, Señor, Dios de los Ejércitos. 
La peste aléjanos, Señor...! 
En la esquina de Miracielos
hubo una breve oscilación;
los portadores de las andas
se detuvieron; Monseñor
el Arzobispo, alzó los ojos
hacia la Cruz; la Cruz de Dios,
al pasar bajo el limonero,
entre sus gajos se enredó.
Sobre la frente del Mesías
hubo un rebote de verdor
y entre sus rizos tembló el oro
amarillo de la sazón. 
De lo profundo del cortejo
partió la flecha de una voz:
—¡Milagro...! ¡Es bálsamo, cristianos, 
el limonero del Señor...! 
Y veinte manos arrancaban
la cosecha de curación
que en la esquina de Miracielos
de los cielos enviaba Dios.
Y se curaron los pestosos
bebiendo el ácido licor
con agua clara de Catuche,
entre oración y oración.